4/10/12

Deletrear la esperanza

De : La fresquera de Candela.


A Rosario Endrinal, in memoriam.

No quiero hacer denuncia social. Ya os lo he explicado muchas veces: soy frívola. No me interesa nada de lo gris que estamos viviendo. No sé si se hunden los bancos (que lo dudo) o las personas (que lo afirmo). Ignoro si, como decía un anuncio viejísimo que pasaban hace un millón de años, acabaremos enchufando la tele a una vela.



Yo hace tiempo que ceno con velitas. La excusa es el romanticismo y la verdad verdadera es que mi factura de la luz es más larga que la lista de delitos de Fabra, el aeroportista filántropo y suertudo, a quien ha tocado la lotería un trillón de veces. Perdón, se me ha “escapao”. Si es que me embalo y claro, aquí, yo sola frente al ordenador y sin comer me vengo arriba en banderillas y, “oigausté”, no me para ni Perry. Pues sí. Yo saco todas las velas que tengo, las pongo sobre la mesa y me como la ensalada con mi santo más feliz que una perdiz. Y sin gastar luz, que importa y mucho con la que nos está cayendo.



Tiene más ventajas, aparte de la de “mantener viva la llama del amor” y es que nunca estás muy seguro de lo que te estás comiendo. Pero nada, pecata minuta y miel sobre lo que sea. Porque si el tomate está un poco “p’allá” pues ni se ve. Vaya, que yo le recomiendo a todo el mundo lo de cenar con las velitas: romántico, económico y fantástico para aprovechar las sobras. Vamos, hombre, que no se puede dar más por menos.

Nos está cayendo la más grande, como Rocío Jurado. Ya tanto hablar del rescate p’arriba y el rescate p’abajo, que al final yo ya estoy deseando que lo pidan. Mira, que yo ni había pensado en eso del rescate, pero tanto hablar de ello, pues una se informa. Y, como yo no entiendo de nada, cuanto más leo más me pierdo. Que si sí, que si no, que si a fin de mes, que si el fin de semana. Vamos, que si yo pudiera pedir un rescate aquí iba a estar yo con las velas y el tomate medio pocho. ¿Qué hay que pagarlo? Pues ya se pagará como sea. Pero es que ni le compro tomates a mi Antonio, el tendero, ni bombillas al macizo de Casa Soria. Y, aunque sea en pequeña escala, la cosa va como va. Todos más tiesos que un ajo pío.

Ya ni por Serrano se puede ir tranquila a mirar escaparates, que otra cosa ya ni se puede que, como dice mi cuñada, se me hacen los dedos huéspedes. Y los ojos arrendatarios o lo que sea que se diga. Porque Madrid –y me da lo mismo Madrid que Barcelona, León o Villapún- se nos está llenando de indigentes. Está la calle llena de gente silenciosa y solitaria, que arrastra su nada en carritos de la compra, como quien lleva a su casa una cesta cargada de naranjas, lechugas y cositas ricas. Pero sin nada. Mantas y cartones para dormir. Periódicos viejos que debaten sobre las bondades o maldades de pedir un rescate, para proporcionarse abrigo en las frescas noches de otoño. Ha refrescado y no debe tener maldita la gracia dormir al raso.

Yo me pregunto muchas veces en qué momento la cabeza te hace click y pierdes la esperanza. Cuantas ostias (con perdón) te tienes que pegar contra la misma pared para que un día digas “ya no puedo. Ni puedo ni quiero”. Sé que hay casos y casos, pero es que pintan bastos para todos. Perdón, para unos más que para otros. Pero dormir una noche en tu cama y al día siguiente en la calle es para darse al alcohol y las drogas y dejar el rock and roll para los que tienen techo, sábanas de hilo y comida, aunque sea con velas.

No me canso de decirlo. Estamos jodidos (y como añadiría mi amigo Juanito “Pero estamos muy guapos”), pero bien jodidos. Y es que también hemos sido muy tontos. Porque hemos pasado de no haber cruzado la frontera más que para vendimiar en Francia a irnos de vacaciones al Caribe. De ir en autostop y camping a comprar casa en la playa, en la montaña y en la pradera. Nos lo hemos comprado todo. Pero todo. No se podía tener más… Más deudas, quiero decir. Y un buen día va y nos explota el pastel en la cara. Y aún nos estamos sacando la nata de los ojos para ver la cruda que tenemos.

Tontos si, pero no hemos perdido la esperanza, por más que las tartas exploten en los escaparates de las pastelerías, muertas de pena. Nos seguimos levantando cada mañana con la esperanza de que hoy sea mejor que ayer. Y, si no lo es, no importa porque en peores plazas hemos toreado y hemos salido a hombros. O, al menos, no hemos salido con los pies por delante y un pijamita de madera.

Pero algunas personas se pierden. Pierden la esperanza y las ganas de levantarse. O las de acostarse. Yo no sé qué pasa. No puedo ni asomarme a tanto abandono, que no es uno ni dos. Es que son todos: caminamos con esa realidad al cabo de la mano y miramos para otro lado donde, por cierto, seguro que hay otra persona sin techo acarreando recuerdos, mantas y cartones de un lado a otro de la calle.

Cada mañana vengo caminando a mi trabajo. Cosa también muy práctica, porque me ahorro el metrobús y el gimnasio. Y, de paso, me doy un baño de realidad. Esta mañana un hombre mayor, un abuelo, me ha dado una octavilla que anunciaba clases de música con precios anticrisis. Yo sé que no es nada, pero le he cogido el papelito, le he sonreído y le he dado las gracias. Yo no soy de la que cojo papeles ni octavillas ni ná. Bueno, no era, que ahora quiero que todo el mundo pueda justificar la dignidad o indignidad de su sueldo. El dinerito que trae el plato caliente a la mesa.

Venía con el corazón encogido porque he visto a una chica joven y guapa pidiendo limosna en la puerta de una panadería. Que me han dado ganas de decirle “Pero criatura, si tu tienes la edad en la cara y la juventud y la vida para no tirar la toalla. Aún no. No ya por ti, sino por mi, que te doblo la edad”. Pero no he dicho nada y, así sin avisar, como suelen hacer los recuerdos, me ha venido a la cabeza Rosario Endrinal, la mujer que murió quemada en un cajero automático de Barcelona, en el barrio de Sant Gervasi a manos de tres niñatos que –espero- ni sabían lo que hacían ni eran conscientes de las consecuencias. Insisto, espero. No voy a entrar en que puñetas hacían tres niños en la calle a esas horas y con un bidón de líquido inflamable porque me arde la sangre, como si yo misma me hubiera bebido ese puto líquido.

Rosario Endrinal. Supongo que alguien le llamaría alguna vez Charito, así en plan cariñoso. Charito, reina mía. ¿Cuántos sueños se le rompieron a Charito la primera noche que durmió al raso? ¿Cuánto corazón fue perdiendo por las calles de Barcelona? No es que a uno lo abandone una persona, que eso ya es duro de salero. ¿Cómo te sentirías si todo el mundo que conoces te abandonara? No importa que hayas hecho. No puede ser que tus padres, tus hijos, tus amantes, tus amigos te abandonen. Bueno, si puede ser porque así es como ocurrió.

Charito se enamoró, como nos ha pasado a todos, y se volvió loca de amor por quien en lugar jurarle amor eterno y cuidarla, como haríamos todos, la dejó en la peor de las posiciones imaginable. Y lo perdió todo, esperanza incluida.

Charito era una mujer guapa y preparada, que trabajaba como secretaría de dirección de una gran superficie. Y se quedó sin nada. Así, como a quien se le cae la bola de helado que está comiendo y se queda mirando al suelo con cara de decepción. Y no te quieres comprar otro helado, quieres ese precisamente, el que se te ha caído y no otro. Y no dejas de mirar al suelo. Y mirando al suelo, como todo el mundo sabe, no se llega muy lejos.

Sola. Charito estaba sola, sola. Abandonada, despreciada y sin esperanza. La primera noche que durmió al raso lo hizo sobre su abrigo de visón. Abrigo que al día siguiente le robaron. Y terminó de perder lo poco que le quedaba.

Esperando a la muerte decidió que se sentiría un poco mejor si lo acompañaba de alcohol y así, de paso, no pensaba en el pasado. En lo que tuvo y despreció. En lo que nunca regresa. En su hija, en su madre, en los amigos, los paseos en barco, el trabajo. Los armarios llenos de ropa, mientras se desesperaba pensando que no tenía qué ponerse.

Esperó a la muerte y ésta llegó vestida de niños bien, lata de combustible en ristre, mientras jaleaban y le increpaban. “Hedionda mendiga” -le decían. Versión que cambiaron en el juicio, pasando a llamarle “Señorita Endrinal” cuando el mal ya estaba hecho. Como si dándole esa dignidad que desde el principio merecía, las cosas se iban a arreglar.

Cierto es que se pierde la esperanza y las ganas de vivir. Pero una cosa es sentarse a la puerta de casa, como decía la señora Modesta de mi pueblo, a esperar a la muerte de forma plácida y otra cosa muy distinta es que tres niñatos te lleven por delante sólo por diversión, inconsciencia y una absoluta falta de empatía. Yo no le voy a decir a los jueces cómo tienen que resolver estas cosas, ni a los padres cómo han de educar a sus hijos. Sólo os digo, para que no se os olvide nunca que esperanza es una palabra maravillosa, con dos es y dos aes y conviene deletrearla cada día, no sea que se nos caiga la bola del helado y no podamos volver a mirar otra vez la luz del sol.

De : http://lafresqueradecandela.wordpress.com/author/lafresqueradecandela/

2 comentarios:

  1. Qué bueno Bronte... y que terrible la historia de Charito: por ella y porque, lamentablemente, cada vez son más las Charitos que nos rodean.
    Bienvenida la frivolidad no interesada en lo gris y la cena a la luz de las velas, a poder ser, verdes... que es el color de la E S P E R A N Z A

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    1. Cris, no es mío. Lo mío desde luego no es escribir palabras. Se hacer muchas cosas, pero no eso. Me dais mucha envidia.
      A mi tambien me ha gustado mucho, por eso lo he traído aquí para poder leerlo de vez en cuando.
      En los libros, dejo hojas dobladas para poder volver a trocitos que me gustaría recordar.
      Gracias .

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